Luego de andar las calles de tierra y las de cemento, las piedras, los pastos, el puente que separaba nuestros pies de la carretera que pasaba por debajo de nosotros, el camino que la construcción nos indicaba y un largo trayecto de monotonía en el suelo, llegamos. Allí un gran paño marrón claro nos recibía, con un poco de viento y una tela movediza detrás. Nos acercamos a tocarlo, estaba frío y mojado, pero eso sólo dio lugar a una hermosa risa. Buscamos un lugar donde pudiéramos tener un paneo general de la situación, y allí pusimos nuestras zapatillas y nuestras mochilas. Y su correa. Porque sí, ya había caminado demasiado con esa cadena alrededor de su cuello, merecía la libertad del aire. Estaba tan entusiasmado y cansado a la vez que lo único que hice fue jugar para que se entusiasmara y se cansara más. Sacaste una naranja de la mochila, se la mostraste y sus orejas se alertaron. La lanzaste contra la tela mojada y no dudó en mojarse con ella para ir en busca de la esfera de color llamativo. La trajo bastante fatigado, pero con ganas de ir a buscarla nuevamente. En ese instante, sentí que estaba de más en ese paisaje, así que retrocedí y me senté al lado de nuestras pertenencias. Fue cuando comprendí que formaba parte de lo que estaba pasando porque vos me habías elegido para que lo viera; me habías elegido para que me ría de tu risa, para que me sorprenda de algún tropiezo, para que largue carcajadas mientras corrían juntos. Y allá a lo lejos, te veía bailando, bailando con el corazón, siendo libre, corriendo, liberando las malas energías. Y él te seguía, o se iba. Se iba más de lo que te seguía, pero entonces bailabas más rápido, quizás de manera no tan improvisada. Me miraste e intuye por tus movimientos que venía contra mí la naranja. Rodó hasta mis pies y tras ella, él. La recogí antes de que fuera demasiado tarde, y me miro con alegría y baba, mucha baba colgando de su boca. Entonces tomé carrera y con todas mis fuerzas la lancé hacia vos nuevamente. Repetiste la acción, repetí la acción, y ya lo veía un poco harto de la situación. Entonces jugaste a que se mojara de nuevo. Y volví a mirarte, a contemplar la alegría hecha imagen. Sin que te dieras cuenta, se dejó llevar por el perfume de uno de su especie, a cual se acercó y olfateó. Y se copiaron, y se olieron y se empujaron con el hocico. Corrieron metros y metros. En ese momento te miré y reaccionaste a tiempo como para que no se fuera demasiado lejos. Y con esa misma lejanía visual fue que te sentí más cerca de mí. Tras reírme a gritos de que eran felices con esa naranja y ese nuevo integrante de su plano, te acercaste, fatigado, agarrándolo de la piel que le sobraba en la parte de atrás del cuello. Después de que me lo pidieras, te acerqué la cadena, pero sin la correa, y se la pusiste riéndote. Lo más lindo era que no dejabas de reír, a pesar de que estabas cansadísimo. Te sentaste a mi lado con liviandad y al ver que estaba por escaparse de nuevo lo sujetaste con la correo. Nos miramos a los ojos y me di cuenta que tenía cara de estúpida, así que cerré los ojos y te besé.
Le diste un poco de agua para que recuperara energías. Y otra vez, el juego de la naranja; cada vez más lejos y más alto. Y cada vez más reíamos. Volvimos al momento infinito de verte a lo lejos, pero sintiendo tu respiración a mi lado. Se hizo tarde, tuvimos que volver. Tomamos todo y emprendimos el viaje de vuelta, por la misma monotonía del suelo, el mismo camino que la construcción nos indicaba, el mismo puente que separaba nuestros pies de la carretera que pasaba por debajo de nosotros, el mismo pasto, las mismas piedras, y las mismas calles de tierra y de cemento. Y todo volvió a ser como siempre: guardaba unos 30 minutos que habían sido eternos; la perfección de todo lo que estaba viendo y de mis sensaciones; la perfección de la espuma detrás de ti, de su pelaje mojado y corriendo con el viento, de todos y cada uno de tus movimientos. Y al fin y al cabo, esa perfección era costumbre en el transcurso en que las agujas se movían y yo respiraba a tu lado; era usual, pero no por eso vulgar. Guardaba tus muecas al lado de todos los momentos que tengo guardados de tu incontable perfección, y dejando lugar para los que vendrían después. Te guardaba bien dentro de mi corazón (para variar).