Lo quise, más que a nada en el mundo cuando me recordó lo libre que era, cuando sacó de su bolsillo un pincel para llenar de colores las paredes de mi corazón, cuando me explicó que reírse de uno mismo era el mejor comienzo para aceptar nuestros ridículos. Pero lo quise todavía más cuando vi a mi debilidad quebrarse frente a sus ojos (esos que al cerrarse ven manchas cual bacterias en su panorama) color verde árbol; sí, verde árbol, como aquel que me regaló en un cartón redondo, al igual que su tranquilidad, su paz, su serenidad y esas ganas de aprender a vivir de esa manera diferente pero a la vez sublime, esa que te llena el espíritu.
No sólo pareció, sino que todo fue sumamente perfecto; desde su sonrisa hasta los granos de arena quebrándose en las muelas; desde sus ojos hasta lo más profundo de su ser, porque en él pude sentir el placer del amor sincero, sin cumplidos. Me pregunté: ¿es posible enamorarse de manera tan fehaciente y conmovida, con ese gusto a larga espera, ansiedad, libertad y alegría que dejó en mi piel? Me respondí: todo es posible si se tiene la voluntad de hacerlo, y es la que me sobra para aprender a querer a ese ser tan puro y arrasador.
No necesité más alimento que una taza de infusión, porque tenía demasiada luz delante de mis ojos. Pero si necesité sonrisas cada vez que recordaba que detestaba las despedidas, para tener presente que su regreso sería real, que en un tiempo indefinido me encontraría aún sosegada por su esplendor, disfrutando de los placeres de la vida que me enseñó a vivir en tan solo un día.
Y encontré la razón de mi falta de concentración en sus dedos, que alguna vez supieron escribir que hay razones de una fuerza superior que se interponen a nuestras responsabilidades cotidianas, razones del alma que merecen un papel protagonista, un oído comprensivo y la liviandad de su goce.
Al grito de “¡bondi!” comencé a añorar la suave dulzura de sus besos, me sentí un niño aguardando por esa adultez que sabe que tardará en venir, pero que aun así vale la pena esperar. Y así fue como su tibio aroma se disipó en el aire pero no se fue de mis pulmones; como algo maravilloso que es certero recordar, como la perfección del vuelo de un colibrí, o el mar chocando sobre sí mismo, observándolo desde un médano que permite llenarse los ojos con todo su horizonte (que a veces parece montañoso) con el cielo arriba luciendo una nube solitaria con dirección indefinida, y un dulce charango regocijando nuestros cuatro oídos.
Desprendí sus caderas de las mías, mis sandalias de sus pies descalzos sobre el cemento todavía caliente por los destellos del sol de aquella tarde, mis manos cargadas de esperanza de su gloriosa espalda, y mis labios… Mis labios finos de los suyos aún más finos; mi sabor a café de su gusto mentolado…
Disfracé mi alma de coraje y me fui, rumbo a la vida que jamás soñé tener, sin quien hacía realidad todos mis sueños momentáneos, pero con el calor de sus latidos, aquellos que acompañando los míos me hicieron sentir con el cielo en las manos, como una dulce ave bailando al ritmo del agua que corre, al igual que lo hicieron sus manos sobre mis mejillas.
Tomé lápiz y papel para tratar de describir la grandeza de su fuerza, de su energía, y sobretodo de su alma con todo lo que de ella guardé; pero sólo encontré en mi mente unos pocos borradores arrugados, palabras baratas que ni a los talones sabían llegarle.